April 3, 2019
Mazatlán–Culiacán Highway, Sinaloa
I took the last bus from Culiacán to Mazatlán offered by the Autotransportes Unidos de Sinaloa. I’m sure that the people who ran the security workshop for journalists in New York I attended a few months ago would not have approved of my last-minute decision.
I’ve traveled on that highway many times because my family lives in the state, but this was the first time that I did so in my new role as professional freelance journalist. I sat in seat number 16, my red JanSport full of rechargeable batteries, USB cables, memory cards, a voice recorder, pens, a notebook, a camera, a microphone, a tripod, a water bottle, pale lipstick and a book by Lucia Berlin, which had the additional advantage of giving me intellectual points.
‘On the road’ and without fear—because to be afraid would be to lose credibility within the union of freelance journalists, or at the very least within the anecdotarium of the drunken evenings we use to measure our talent—but at the same time full of thoughts like “And if we crash, who in the hell is going to pay for my hospital visit?” or “Is this highway actually safe at night?”, “Did El Chapo pass by this spot when they picked him up in Mazatlán?”, “Why are there so many sirens?”, “How long before I get a cell signal again?” After all, it was late, I’m a woman, and I was in the middle of fucking nowhere in Sinaloa.
Five or ten minutes before leaving the Culiacán bus terminal, the driver had asked for everyone’s tickets and announced that the last “express” bus had left more than two hours prior. What? What does that mean, I asked him, thinking that on the upcoming journey we’d do what in Mexico we commonly call ranchear, making stops in many different villages before getting to the final destination. But no, he explained that the “express” designation had been invented by the bosses in order to promote their newest vehicles, and that his bus, though it did not fit in that new, exclusive category, ran faster than any other because speed is, of course, determined by who sits behind the steering wheel.
As he ripped off the corner of my ticket, he said, laughing, that he was the expressest of the expresos, and I didn’t have any other option rather than laugh nervously and frown. Luckily there’s always someone braver than I in these types of situations, and a woman with a baby in her arms stepped in to chastise him.
“It’s better to go slow, nice and easy, please, sir. There’s no rush—”
And the driver had to stop his little joke and say of course, that he’d drive quickly but safely, reminding us that under his care, we’d arrive to our destination early. I’m fucked, I thought. He’s going to kill us.
These days, it’s not rare for my social media timelines to be full of horrible news about accidents, murders, crashes, sexual harassment, and abductions, and that day was no exception. As we got underway and pulled onto the highway, those few minutes of scrolling only served to increase my anxiety while realizing that the fool driver had fulfilled his promise to drive as quickly as possible.
We’ll never know if he fell asleep with his foot on the gas, if he has vision problems, or if he is merely an imprudent man, but during the two-and-a-half-hour journey he braked suddenly three times. The last was so violent that the passengers who were asleep were awoken by smacking into the seatback in front of them. Those of us who were watching The Avengers, which was playing on the bus’s only screen, missed out on one of Thanos’ battles on Wakanda. We are going to die here, I thought again.
I remembered that as a girl I would often have these kinds of fatalist thoughts while traveling with my siblings and parents in our white Sentra from Veracruz to Mexico City and then on to Atotonilco, Tepic, and eventually Mazatlán. The only problem was that back then I didn’t limit myself to thoughts. I would express my premonitions out loud, which always resulted in an admonishment. Ay, shut up, my God, my mother would say.
For many years my mother drove along that same highway every weekday while serving as a teacher at a preschool in San Ignacio, Sinaloa. The difference was that she and a group of her colleagues would make the trip by hitching rides with truckers. Every so often she would tell us stories about how the truckers would take green pills they called pericos to stay awake.
In the midst of my irrational fear of the driver’s lack of adrenaline, I thought of my mother, who was waiting for me in her house in Mazatlán. So I wrote her a message, telling her that I didn’t understand exactly where we were. She gave me precise directions in order to locate a place called Mármol.
It was almost midnight and though my mother is not a person who goes out so late at night, she told me that it wouldn’t be safe to take an Uber once I arrived, so she’d come pick me up at the Terminal. I had no recourse other than to respond with a simple “OK.”
I’m not going to be able to show up to the next journalist bacchanal in Mexico City with the incredible anecdote of having survived the dangerous highways of Sinaloa, because if I tell them what really happened I’ll have to say that by the time I finished my assignments in Culiacán and got off the bus, my mother was already waiting for me, in the parking lot of the Mazatlán bus terminal.
Translated by Lucas Iberico Lozada
Volví de Culiacan a Mazatlan en el último autobús que tiene la línea de los Autotransportes Unidos de Sinaloa. Como reportera, estoy segura que las personas que me dieron un curso de seguridad para periodistas en Nueva York hace unos meses jamás habrían aprobado mi decisión de último minuto.
He recorrido esa carretera varias veces porque mi familia vive en este estado; pero esta fue la primera vez que lo hice en mi rol como la profesional del periodismo freelance que ahora soy. En el asiento 16, con mi mochila roja Jansport llena de baterías recargables, cables usb, tarjetas de memoria, una grabadora de voz, plumas, una libreta, una cámara, un micrófono, un trípode, una botella de agua, un labial pálido y mi libro de Lucía Berlín, que además me da puntos intelectualmente.
On the road y sin miedo a nada, porque eso sería perder credibilidad en el gremio de los periodistas freelance, o al menos en los anecdotarios de cada borrachera donde mucha gente acude a medir su talento, pero al mismo tiempo llena de pensamientos como “Y si chocamos, ¿quién carajos va a pagar mi estancia en el hospital?” o “¿realmente esta carretera es segura de noche?”, “¿El Chapo habrá pasado por aquí cuando lo detuvieron en Mazatlán?”, “¿por qué hay sirenas prendidas por todos lados?”, “¿hasta cuándo voy a recuperar la señal de mi teléfono?” Después de todo es de noche, soy mujer y estoy en medio de la maldita nada en Sinaloa.
Cinco o diez minutos antes de arrancar el viaje desde la Central de Autobuses de Culiacán, el chofer pidió los boletos a cada pasajero y en eso lo escuché decir que el último autobús “expreso” había salido hace más de dos horas. ¿Cómo? ¿Qué significa eso?, le pregunté pensando que esta ruta haría lo que en México comúnmente llamamos “ranchear”, que significa hacer varias paradas en distintos pueblos antes de llegar al destino final; lo que hace que el trayecto sea todo lo contrario a un viaje exprés. Pero no, me explicó que eso de “expreso” sólo había sido un invento de los jefes para promocionar a los camiones más nuevos de la empresa, y que su camión, aunque no entraba en esa nueva categoría exclusiva, corría más que cualquier otro porque lo que importa, claro, es quién esté detrás del volante.
Mientras rompía un costado de mi boleto de papel, dijo a carcajadas que él era el más exprés de los expresos y no tuve de otra más que reírme de forma nerviosa mientras involuntariamente fruncía el ceño. Por suerte siempre hay alguien con más valentía que yo en ese tipo de situaciones, y una mujer con un bebé en brazos se le paró enfrente para regañarlo.
–Mejor lento pero tranquilos, por favor, señor. No hay prisa–
Y el chofer le tuvo que parar a su chistecito y decir que claro, que iría rápido pero seguro, no sin volver a recordarnos que con él llegaríamos antes de tiempo. Me lleva la chingada, ya estuvo que nos matamos, pensé honestamente.
Es muy frecuente que en el timeline de mis redes sociales aparezcan noticias horribles con titulares sobre accidentes, asesinatos, choques, acoso sexual, secuestros y ese día no fue la excepción. Así que esos minutos de estar “escroleando” mi teléfono solo aumentaron mi ansiedad al darme cuenta que el necio del chofer había cumplido su promesa de ir a máxima velocidad.
Nunca sabremos si se quedó dormido con el pie en el acelerador, si tiene problemas de la vista o si tan solo es otro hombre imprudente, pero durante el trayecto de dos horas y media frenamos repentinamente tres veces. La última fue tan violenta que la gente que venía dormida se despertó de sopetón. Los que estaban atentos a la película de Los Avengers, proyectada en la única pantalla del autobús, se perdieron una de las peleas con Thanos en Wakanda. Efectivamente, sí nos vamos a matar aquí, volví a pensar.
Recordé que de niña solía tener este tipo de pensamientos fatalistas mientras viajaba con mis hermanos y mis padres en nuestro Sentra blanco de Veracruz a la Ciudad de México y de ahí a Atotonilco, Tepic y hasta Mazatlán. El único problema era que entonces no sólo eran pensamientos, sino frases en voz alta que siempre terminaban con un regaño de mi madre. Ay, cállate ya, por dios, me decía.
Mi madre durante varios recorrió esta misma carretera todos los días por varios años mientras fue maestra de un preescolar en el municipio de San Ignacio, Sinaloa. La diferencia era que ella y un grupo de maestras pedían aventón a los traileros de la zona. De repente, nos contaba anécdotas de que los choferes tomaban unas pastillas verdes que llamaban pericos para mantenerse despiertos.
Tal vez hasta ahora, en medio de un miedo irracional a chocar contra cualquier cosa por culpa de un chofer necesitado de adrenalina, pensé en mi madre, quien me esperaba en su casa de Mazatlán. Así que le escribí por mensaje para decirle que no entendía exactamente por dónde iba el camión. Me dio indicaciones precisas para ubicar una zona llamada Mármol.
Ya casi era medianoche y, aunque, mi madre no es una persona que salga tan tarde a la calle, me advirtió que no era seguro tomar un Uber en Mazatlán a esa hora, así que iría a recogerme a la Terminal. No tuve más remedio que responder un simple “Ok”.
Ahora no voy a poder volver a las borracheras de periodistas en la Ciudad de México con la anécdota increíble de haber sobrevivido a las peligrosas carreteras de Sinaloa, porque si cuento lo que realmente ocurrió tendría que decir que al terminar mis asignaciones en Culiacán y tras bajarme del autobús, mi mamá ya estaba esperándome en el estacionamiento de la Central de Autobuses de Mazatlán.